“Ningún pañuelo ni documento, nada en los bolsillos ni en las manos...” Este Hermanito fue la figura profética en la música de Caetano Veloso. Tenía dos calzoncillos, dos camisetas, un par de sandalias y un par de jeans.
¿Dormir?, una hamaca en el porche, ¡estaba más que bien...!
Henry Bourceret también era conocido como el "hermanito vagabundo", de origen francés, “vagabundo” en su idioma, significa “el que deambula, el que camina sin destino”. Así vivía este Hermanito. Deambulaba, caminaba por las ciudades, visitaba amigos, hablaba con los pobres de la calle, compartía su vida, su amistad y su cariño con los excluidos. Como "vagabundo" se tradujo mal al portugués, también recibió ese apodo.
Había muchas historias sobre él.
Cuando estudiaba en Río de Janeiro
y participaba de la Juventud Universitaria Católica - JUC, en los años 60, ya
había oído hablar de un francés, de familia de clase media, que había decidido
ser Hermanito de Foucauld, como no era muy capacitado para trabajar, llegó a la
conclusión que debía ser un “vagabundo” entre los que son considerados
vagabundos por la sociedad establecida.
Si esta historia es cierta, no lo
sé. Pero, aun así, el testimonio de su vida nos perturbó al mismo tiempo que
nos dejó asombrados.
Enrique fue varias veces a San
Sebastián para visitar al equipo de la Fraternidade Leiga que vivía allí.
Siempre sonriente, no pedía nada, pero si se lo ofrecían, ¡era feliz! João
Augusto, mi marido, hizo la prueba: sacó un cigarro frente a él. No pasó nada,
pero cuando Joao le ofreció un cigarro Enrique, lo dio una calada con gran
placer y alegría.
Era así mismo con un sorbo de
cachaza o un batido de limón si se lo ofrecían, lo aceptaba muy feliz y contento.
Lo que más me impresionó fue su
relación con los niños. En la playa, bañándose en el mar (con shorts
prestados…) era un niño. Cuando se acercaba a los niños, parecía un árbol de
Navidad: era como un árbol del que colgaban todos los niños. Y mira, todas las
parejas tenían muchos hijos...
En su forma de ser mansa y dulce,
también era inquisitivo.
Un día, caminando con él en una
favela, me miró de una manera especial. Entendí la mirada y le pregunté si ahí
era donde debía vivir mi familia. Él solo respondió: “Ya sabes, Priscila”.
Cobarde, nunca fui capaz de plantearle el problema a mi marido…
Nos contó que cuando iba
caminando por una carretera en Chile, durante la noche, empezó a nevar porque
estaba en los Andes. Ya no podía sentir sus manos y piernas, y no podía
caminar. Pensó: ¡Ahora voy a la Gloria del Padre! ¡Entonces un camión apareció y
fue rescatado por el conductor y su ayudante!
Una noche, después de cenar en mi
casa, Enrique contó sus experiencias con los indios Tapirapé en el Amazonas.
Estos indígenas creen que son hijos de una pareja que vivía en el fondo de un
río. Un día los dos quedaron deslumbrados por el paisaje de la tierra. Pero
cuando quisieron regresar, el agujero en el río del que habían venido se había
cerrado. Por eso siempre caminan por la orilla del río, esperando que las aguas
se separen y regresan a su lugar de origen. También dijo que, como son nómadas,
cuando un miembro muere, queman el cuerpo, haciendo una bebida que es
compartida por todos. Así, los muertos los acompañan en su viaje.
Encantada con las historias
contadas por Enrique, mi suegra preguntó: - "¿Qué les enseñaste a estos
indígenas!"Él la miró asombrado y respondió: - "Nada, fui a aprender de ellos..."
Enrique iba a menudo de pueblo en
pueblo a pie por los caminos. Una vez bajó por la Serra do Mar desde São José
dos Campos hasta Caraguatatuba comiendo los plátanos que le había dado un
agricultor de aquellos parajes. En el viaje desapareció el racimo de plátanos,
pero eran su único alimento.
Una vez lo llevamos a Ubatuba.
Cuando llegamos por la mañana, lo dejamos a una cuadra de la estación de autobuses
donde se suponía que Enrique tomaría el autobús. Varias horas después, cuando
nos íbamos, lo encontramos sentado en la acera hablando con los mendigos y
compartiendo su comida con ellos.
Otra historia conmovedora sobre
él: Un día, en un pueblo por el que estaba de paso, le pidió la Comunión al
cura de una iglesia. Mirando a ese hombre, sucio por el polvo del camino y que
no debía oler muy bien, el sacerdote rechazó su pedido. A lo que Henry
concluyó: “El cura tiene razón. No soy
digno de recibir al Señor en mi casa…”
Otra vez, en San Sebastián,
estábamos en la Iglesia Matriz y un grupo de personas, frente al altar, casi
gritando, decían que estaban hablando lenguas. Le pregunté qué pensaba y me
respondió en voz baja que esa no era su espiritualidad.
Así era, el Hermanito errante.
Enrique enfermó y murió en Chile,
al cuidado de dos sobrinas.
Estoy seguro que ahora, en la
Casa del Padre que es también Madre, este vagabundo ya ha recorrido todos los
caminos y meandros del Infinito...
Por: Priscila Dulce Dalledone Siqueira